No creo en las fronteras que dividen la infancia de la
adultez. No creo en la superioridad de pensamiento que aparentemente el tiempo
acredita a quien ya vive cansado. No creo en la sabiduría sin sonrisa. No creo
en el juego quieto y estandarizado. No creo en hacer lo que se debe… ¡creo en
hacer lo que se ama!
¿Qué nos hace vivir sino la infancia, ese pequeño segundo
imperceptible en el que nos permitimos ser todo y nada al mismo tiempo, ese
momento clandestino en el que la torpeza tiene derecho a hablar? ¿Qué nos hace
vivir sino la contundencia de la época en la que nos inventamos por primera vez,
en la que existió nuestro primer y honesto “yo”?
Cada nueva experiencia pasa por el umbral lúdico que un
día nos forjo la infancia, y es ese instante el que hace de cada encuentro algo
memorable. Qué es el sexo sino adultos jugando a explorarse, qué es el miedo
sino la charla con un amigo imaginario, y el silencio, y la fe…